lunes, 5 de enero de 2009

2009

“No se trataba de la antigua serenidad, el ánimo pensativo que es el recogimiento. Era una meditación intranquila, una insatisfacción latente. Y aunque desaparecía de sus ojos cuando yo la llamaba o le contestaba, a furia parecía acumularse muy cerca de la superficie.
-Oh, tu sabes cómo me gustaría-le contesté persistiendo en el mito de mi propia voluntad-alguna buhardilla cerca de la Sorbona, lo bastante cerca del alboroto de rue St. Michel, lo suficientemente distante”
Mientras escuchaba “Leaving for Paris” de Rufus Wainwright (una vez más, gracias Maya) en el autobús que habría de llevarme desde el aeropuerto de Lilly hasta la capital de Francia, estas palabras salieron de la boca de un viejo conocido (que como muchos sabeis, por que os doy el coñazo, es uno de mis personajes favoritos de la literatura vampiresca, después de mi querido Marius) y me ayudaron a entender porqué elegí esta ciudad como Destino. Las leyes de la causalidad, esas caprichosas damas que rigen mi multiverso particular, habían dispuesto no obstante más sorpresas para mi vuelta.
Pero empecemos por el principio: después de una despedida un tanto tormentosa de la ciudad de la luz el 20 de diciembre (por una serie de caóticas circunstancias, casi pierdo el avión), y unas navidades en mi tierra natal, durante las cuales he experimentado la paz más absoluta, imbuida en las montañas, la nieve, el cielo radiante, mi maravillosa familia, y ese ser de bondad sobrenatural y ternura infinita que es Canela, hoy me ha despertado la voz de mi madre a las ocho de la mañana, y yo me he sorprendido sin querer abandonar mi cómodo y grueso colchón nuevo.
No voy a contaros mi viaje desde Soria hasta París, por que ahora que estoy cómodamente refugiada en mi madriguera, me canso solo de recordarlo. Además, un par de simpáticas compañeras de viaje me han amenizado el vuelo, que en lugar de aterrizar a 80 km. de París (en el aeropuerto de Beauvais) como estaba previsto, nos ha dejado en la ciudad que antes os he mencionado, a 230 km. aproximadamente. Eso significa que, aunque Ryanair se ha enrollado esta vez, y nos ha colocado un bus gratuito desde este aeropuerto hasta París, nos hemos comido dos horas y pico de bus. Mi humor descendía peligrosamente hasta el punto de no-retorno.
En estas estamos, que cuando cojo el RER, una voz detrás de mí grita mi nombre: sin poder creerlo me encuentro con Francesco (cuyo avión, sin embargo, había aterrizado correctamente en Beauvais, y a la hora prevista, y que se encontraba allí tan sólo por que se había equivocado de tren). Esto consiguió que mi estado de ánimo se mantuviese milagrosamente en “cansado-cercano-al-enfado” (como en aquella canción de Javat y Kamel)
A la salida, la fontaine de Saint Michel me recibió con el Boulevard congelado, y muy pocas personas por la calle. Apenas un vistazo fugaz al Panteón, y una cuchilla de brisa helada se coló por mi cuello y me convenció de no querer volver a hacerlo.
Mi ascensor sigue roto, así que he subido los siete pisos con la maleta, para encontrarme en el felpudo de mi buhardilla, nada más llegar, una postal de mis queridas niñas Oihane, Patri, Sara e Inés felicitándome por navidad (lo cual ha elevado mi humor de nuevo, hasta el nivel “Estoy-dispuesta-a-hacerme-un-té”).
Y por último, mientras escribo estas palabras tumbada en mi cama, de entre mis cuarentaypico gigas de música, mi querido ordenador ha elegido reproducir La vie en rose (versión de Andre Rieu), y acercándome a la ventana, me he dado cuenta de que la torre ha cambiado de color: ahora está amarilla. Y aunque el azul siempre es más bonito, no he podido evitar pensar en su frialdad, frente a la calidez del amarillo que esta vez me ha recibido.
Y además, ¿Quién sabe? Quizás ya ha pasado la parte más difícil, y ahora comienzo a subir por el segundo brazo de la “U” del ErasmUs, después de haber descendido hasta lo más profundo de esta ciudad. Quizás ahora toque volar, elevarse de nuevo y tocar con los dedos el cielo rojo oscuro. Y esta vez, no me falta ni el ánimo, ni la buena compañía.